Hoy, más que nunca, revolotean por aquí y por allá sus aforismos convertidos en necias fórmulas, que sirven para las posturas más heterogéneas, desde la moral del abuso del poder al inmoralismo trivial, desde el desganado apasionamiento al esteticismo apasionado. Sin embargo, por sobre toda esta mediatización nietzscheneana, existen “velados”, ocultos tras el bullicio, toda una serie de pensamientos de gran valor y trascendencia.
Los griegos inventaron, de algún modo, la razón, el logos, una manera de construir la sabiduría. Si bien existen múltiples sabidurías, es la filosofía griega la que ha forjado, la que hace uso de la palabra del ser. En otras lenguas no existe esta posibilidad, lo que no las hace mejor o peor que otras, pero es justamente esta conceptualización platónica de la filosofía la que -gracias al colonialismo- se expandió por el mundo entero. Es la idea del ser específicamente europea la que rige nuestro devenir, y es eso lo que Nietzsche precisamente critica: intenta trastocar y subvertir el platonismo y dar cuenta de su decadencia.
En su escrito “El problema de Sócrates” comienza por realizar una ferviente crítica a la sabiduría clásica, en tanto no hace más que negar la vida, al querer enjuiciarla. Principalmente sostiene que Sócrates, al implantar la razón como tirano y hacer aparecer a la razón como libertadora, como el remedio que va a rescatar a los griegos del caos, no hace más que negar los instintos, los sentidos y, de algún modo, la vida misma. Es la razón la que permite la felicidad y la virtud, cualquier rendición a los instintos y a los apetitos oscuros es baja, rebaja la condición humana.
Nietzsche afirma que la razón de que Sócrates haya fascinado tanto a los atenienses con su dialéctica, no tiene otra explicación posible que pensar que todos los griegos era Sócrates; en tanto en todos ellos los instintos se hallaban en anarquía, habia exceso en todas partes y necesitaban una cura frente a su reinado, al que vivenciaban como un tirano y como un peligro universal. Había que inventar un contratirano, un enemigo que los acalle y allí es donde aparece la razón.
Sostiene, además, que querer combatir una tiranía con otra no es más que un signo de decadencia, es decir, querer combatir la decadencia es, en sí, decadente. De allí que Nietzsche sostiene que cualquier moral de perfeccionamiento es en realidad un error, en tanto no hace más que negar los sentidos y reemplazar por algo que contraria la vida. Nietzsche hablaba de un Sócrates feo (la belleza era un factor muy importante en la Grecia clásica), un ser lleno de segundas intenciones.
Con respecto a lo que Nietzsche denomina decadencia socrática, sostiene que debe existir una tensión entre lo que necesita ser negado y lo que necesita ser afirmado. Lo que necesita ser negado es la idea de un fundamento explicativo (Dios, la razón), y lo que se pone del lado de la afirmación es que el valor de la vida debe ser afirmado: lo que da en llamarse voluntad de poder. Debe haber tensión entre estas dos posturas antagónicas. Sostenerse en una de ellas es decadencia. Quien solo dice si o no, y no da lugar a tintes medios, anula la tensión que da cuenta de lo múltiple en lo vivo y, por lo tanto, es decadente en el sentido nietzscheano.
El acto de insultar a la razón o a Dios como fundamento explicativo es negar la vida, en tanto parecería que ésta no pudiera explicarse por sí sola, sino que necesitará de algo que lo confirme, que lo unifique, que lo reanima.
En “El crepúsculo de los ídolos”, Nietzsche se refiere a este rechazo que, desde la filosofía clásica, se ejerce sobre los sentidos, en tanto estos no hacen más que engañarnos acerca de lo que se denomina el mundo verdadero. Para Nietzsche, este mundo del que se habla, en contraposición con el mundo aparente, no es más que una farsa, una ficción, en negar el ser. No es más que un intento de vengar la vida con la esperanza de que habrá una vida distinta y mejor, solo accesible a los virtuosos, como si la vida no bastara por sí misma.
El mundo verdadero, dice Nietzsche, se ha construido sólo sobre la base de ponerlo en contraposición con el mundo real, es decir, que no es más que una ilusión óptico moral.
Retomando un texto de Foucault donde éste da cuenta de los avatares de las técnicas interpretativas a lo largo de las épocas, sostiene que es a partir del siglo XIX que la interpretación se vuelve infinita porque, si bien ya lo era en la Modernidad, se hallaba limitada en tanto se sostenía en la semejanza. Los signos comienzan a encadenarse en una red inagotable, infinita, y no porque descansen en una semejanza sin límites, sino porque existe una apertura irreductible.
El hecho de que la interpretación quede siempre al borde de sí misma, aparece en Nietzsche como el rechazo al “principio”, definido como comienzo de una serie. Es la distinción que él establece entre el comienzo y el origen (arje) -éste último como aquello que da una totalidad de sentido- lo que sostiene esta idea de una interpretación inalcanzable.
Nietzsche crítica a los filósofos que ponen al comienzo lo que en realidad viene al final, es decir, los conceptos que claman como “supremos”. Éstos no son sino los conceptos más generales, los más vacíos. Lo último, lo más tenue, la más vacío, es supuesto como causa en sí.
La hermenéutica contemporánea vislumbra que cuanto más lejos se va en la interpretación, más uno se acerca a una región peligrosa donde, no sólo la interpretación retrocede, sino que desaparece ella misma como interpretación, arrastrando quizás la desaparición del interprete. La interpretación debe dejar lugar a un punto de misterio, a una región inalcanzable, de ahí su carácter espiralado.
Si la interpretación no puede acabarse nunca es porque no hay nada qué interpretar, es decir, no hay nada absolutamente primario y originario. La crítica de Nietzsche de querer fundamentar la existencia toda de un ser superior que pugna por una renuncia de vida, en un intento claro de querer fundar algo primario a lo que se subordine todo el resto de la existencia misma, no avisa de esto.
En el fondo todo es interpretación, cada signo es en sí mismo interpretación de otros signos. La interpretación no hace más que apropiarse violentamente de una interpretación que ya está allí y a lo que debe destruir, cambiar a martillazos.
El martillo con el que Nietzsche derriba la colosal construcción occidental no es otro que el de un sutil detector de mentiras. Tras las verdades absolutas y universales del platonismo, tras las verdades neutras y objetivas del mundo científico, tras la moralina cristiana, no hay más que un silencioso huésped, que falsea constantemente la realidad, interpretándola para que se adapte a sus necesidades.
Por ello Nietzsche sostiene que toda gran filosofía es, de alguna manera, la confesión de su autor, no hay nada impersonal en ella, sino que en su moral se ofrece un testimonio de quién es. Quién habla, quién dice la verdad, quién se oculta tras ella y quién se beneficia, es lo que debemos preguntarnos. Lo que plantea Nietzsche como método genealógico, como búsqueda del origen, no es otra cosa que este detector de mentiras, puesto que, tras las verdades absolutas, no hay más que un juego de fuerzas que falsean la realidad, un disfraz que interpreta todo de acuerdo con nuestros peculiares intereses vitales.
De la misma manera que Nietzsche se apropia de interpretaciones que son, a su vez, apropiaciones de otras interpretaciones, no hay para Nietzsche un significado original. Las palabras en sí mismas no son interpretaciones, no hay para él un significado original. Las palabras en sí mismas no son interpretaciones, ellas interpretas antes de ser signos. Según Nietzsche las palabras fueron inventadas por las clases superiores, por lo tanto, ellas no indican un significado, sino que imponen una interpretación (en el caso de Occidente, imponen una interpretación burguesa, adaptada a las necesidades de la oferta y la demanda).
Es decir que no es porque haya signos primeros y enigmáticos que debamos interpretar, sino que lo hacemos porque no deja de haber interpretaciones por debajo de lo que se habla.
Son alegorías y la hipononia las que hacen las palabras y es por eso que en Nietzsche, el intérprete es auténtico, el que posee la verdad, porque pronuncia la verdad que toda verdad tiene por función recubrir, es decir, desenmascara aquello que está vedado. La primacía debe recaer sobre éste último y no sobre lo interpretado, y es la identificación entre el intérprete (el sujeto que interroga como “obra” aquí presente) y el autor propiamente dicho la que lleva, finalmente, a la verdad comprensiva de su obra. El signo es una máscara, tiene la función de ocultador, y es así como pierde su condición de simple significante que lo caracterizó en el Renacimiento.
La interpretación se encuentra en la obligación de interpretarse a sí misma hasta el infinito, de retomarse siempre por lo que no se interpreta. El principio de la interpretación no es más que el intérprete y de allí se parte. La interpretación tiene que interpretarse siempre ella misma y no puede dejar de volverse sobre sí. De allí el peligro de creer que haya signos primeros, como marcas coherentes, sistemáticas y pertinentes, a las cuales alcanzar.
Nietzsche realiza una ruptura muy profunda con toda la moral cristiana, con el platonismo, con todas las concepciones interpretativas que caracterizaban a su época y, principalmente, con la idea de afirmar la existencia de un fundamento explicativo, dejando marcas en el mito del fundamento occidental, que aún persisten.
Finalmente, Nietzsche, el personaje, ha sido definido de modos heterogéneos a lo largo de los tiempos. Hay quienes ven en Nietzsche un pesimista, un depresivo, un insano; hay quienes lo tildan de anarquista, de racista, de socialista; y están lo otros que lo catalogan como misógino, sexista. Por último están quienes lo elevan al trono de sabio o de profeta.
Pero ¿no hay detrás de estas definiciones heterogéneas interpretaciones particulares? ¿No deberíamos preguntarnos a qué intereses responde y quién lo define de tal o cuál manera? ¿No es, acaso, esa misma máscara, de la que Nietzsche nos habla, la que usamos para convertir sus palabras en una sorda cantinela?
Por Griselda Gallino / Estudiante de Psicología (U.B.A.). En Revista Patrañas del deseo 3º época, N:º 4, Septiembre de 2005