lunes, 7 de diciembre de 2009

El deseo como proceso

“Y conocerás el goce, por siempre renovado, de salir de ti
mismo para olvidarte en los otros.”

Charles Baudelaire

El adulto cree que comprender más del niño que el niño sobre el niño mismo. Para poder leerse, debido a su ineluctable prematuración, el niño agenciará las tristes herramientas de las que dispone el adulto. Se interpretará lo que de él se interpreta. No hay más que impersonalidad interpretante pues la formación social determinante ha sido impersonalizada durante su propia prematuración. De ahí que ser es ser otro, no sólo otro sino otros (cada otro es habitado por otros) y no sólo otros sino, como diría Deleuze, todos los hombres de la historia. El niño no es un reverbero - mamá o el eso - papá sino el reflejo de lo que reflejan papá y mamá que por cierto no son los abuelos sino las coagulaciones que la superestructura mundial e histórica impone a la infraestructura. Es éste el verdadero escenario: teatro de la crueldad en donde ya nadie es libre, donde no hay más que sujetos sujetados (decir sujetado ya es redundante, el sujeto se define por sujeción).
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Decimos entonces que el proceso de culturización consiste en bastardear el deseo, en referirles vástagos impropios. Las pasiones en la medida que se reprimen se detienen, tal es la afirmación a zanjar si entendemos el deseo como proceso. Si decimos “deseo” ya no podemos decir “deseado”; cuando hablamos de los deseado no hacemos más que proyectar lo conciente sobre lo inconciente sometiendo al deseo a una finalidad, a un sujeto, a un objeto y a una fuente: movimiento imaginario sólo conciente… el deseo se trata más bien a una fuerza constante, de una huída, una inespecificidad reordenándose, una intensidad, un flujo esquizo. Desear es esquizofrenizar, desterritorializar, descodificar. La poesía de Artaud, la música de Cage, la literatura de Burroughs, la obra de Duchamp, el cine de Soukaz, el teatro de Ionesco. La potencia deseante nunca termina de adaptarse. “¿Cómo despotenciar?” se preguntó el psiquiatra.
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Para despontenciar el deseo se le suelda un asidero: la representación, cuyo deber es inocular esencia, forzar coordenadas que antes no estaban allí, hacer del deseo lo deseado. Deleuze y Guattari insisten: “Toda representación es represión”. Tomemos a Edipo como ejemplo. Edipo mismo antes de ser reprimido ha sido represor en el sentido en que viene a detener un proceso desiderativo y plantar su bandera, Edipo detiene la circulación y la vuelve hacia la familia. Edipo ha territorializado, ha hecho suya una tierra (que no era tierra) sobre la que ahora posa. El niño se acuesta con la madre pero sigue viaje, es el psicoanálisis quien lo detiene y lo devuelve al útero. El exegeta le exige al inconciente una razón que éste no guarda: le exige expresión, sintagma, significante, estructura, representación, teatro, cuando en el inconciente sólo descansan máquinas que no descansan. Inconciente fabril. La representación detiene el deseo, fija y reduce la potencia a la estructura reduce la posibilidad de ser a la psicosis, neurosis o perversión, a Edipo, a la castración; la representación hace creer, hace sentir, hace hacer… hace sujeto. No nos equivocamos si entendemos al lenguaje como primer dispositivo encargado de socratizar. Hablar de represión o de representación es ya lo mismo. Mientras el psicoanalista exija un inconciente representacional, edipize y castre no dejará de servir como la coagulación de lo que pasa, el anudamiento del flujo, la estasis del proceso, la terminal del viaje.
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¿Cómo comienza la historia del esquizo entonces? Decreta Sollers: “la naturaleza es un fantasma de la cultura”… Cortázar a propósito dirá: “los caballos no ladran y si un caballo ladrase no nos enteraríamos porque los caballos no ladran”. Aquí comienza el problema del esquizo cuya producción deseante no deja de desterritorializar, justo como sucede en todos nosotros “los normales”. El loco, en efecto, escucha ladrar al caballo. Pues bien, el no puede concebir sino un caballo ladrador desde donde está parado, las tierras que frecuentan este maravilloso ser son muy otras que las de nosotros, tristes normales. La diferencia es tan sólo de fuerzas, ni más ni menos… no hay verdad y fiasco, esencia y apariencia, número y fenómeno, real e imaginario, sustancia y accidente. Se trata de diferentes fijaciones de potencia, diferentes composiciones de fuerzas, diferentes relaciones de flujos y contraflujos, de movimientos y contramovimientos. El psiquiatra que no es el único que encarna los contraflujos y contramovimientos, sabe bien que su tarea reside en el cómo y el cuándo detener el proceso, cómo operara sobre el flujo esquizoide, cómo hacer del flujo un fluxión, para ello sus nosologías. El psiquiatra, mediocre empleado del capitalista, junto al psicoanalista, no hacen más que sujetar “¿Cómo despotenciar?”.
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¿Cómo continúa la historia? En una película de Jan Svankmajer, “Insania”, se puede ver la autoperpetuación de la institución psiquiátrica. El manicomio reverbera en la sociedad y viceversa y transversa. El sentido común está provisto de taxonomías, de nosologías introyectadas por el discurso psiquiátrico. El psiquiatra (autorizado en su dominio) produce verdad; hace hacer cuando decreta “he aquí el loco, aquí sus caracteres, su sintomatología, su locura… he aquí la salud, aquí sus caracteres, sus conductas, su pensamiento… su predictibilidad”.
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El psiquiatra circunscribe un tipo de conducta dinámica a una definición estática y taxativa… y el socius lo hace tras él, con él. De ésta manera la reclusión y el aislamiento se repiten “abajo”. Comienza la autoperpetuación. En cada casa, de ahora en más, habitará un psiquiatra vigía preparado para estigmatizar y reterritorializar lo que ahora se llama “la conducta loca”. Así el disciplinamiento se da de arriba hacia abajo (del licenciado psiquiatra al socius) y luego transversalmente de lado a lado (de socius a socius) constituyendo una red tentacular en la que se ejerce pleno control mutuo (en la sociedad disciplinaria predomina la determinación psiquiátrica-socius, mientras que en las sociedad actuales de control se deja todo librado a la determinación socius-socius). Todos somos policías. De ahí el delirio del protagonista de “Insania”, se cree loco, luego cree merecer el manicomio. El loco se sabe loco pues carga en su bolsillo el DSM. Lo preexisten las coordenadas de normalidad a las que no puede adecuarse… Artaud no entra en el diván. La esquizofrenia funciona así como una amenaza permanente, un límite a no traspasar. Todo un meta-mandamiento, una extralegalidad, un afuera que se delimita desde adentro, desde una mala conciencia atosigante.
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Las arqueologías foucaulteanas permiten visualizar los derroteros históricos del uso de la locura, el uso coercitivo de la inecuación esquizofrénica: el loco ha sido el hereje, el endemoniado, el blasfemo, el inmoral, el perverso, el ilícito, el hijo rebelde, el narciso… no nos equivocamos al decir que efectivamente cada uno de ellos estuvo loco. Cada cual fue victima de la impresión significante, cada uno fue genuinamente denunciado como insano. Es la codificación que llega hasta lo huesos y planta verdad. Y, por otro lado, sin embargo… ¡Nunca hemos visto un esquizo!
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bibliografía:
- "Toda representación es represión" Giles Deleuze y Felix Guattari. "El antiedipo", Ed. Paidos, Buenos Aires, 2005 Pág 190
- "La naturaleza es un fantasma de la cultura" Philippe Sollers Sade, "Filósofo de la perversión", Ed. Grafio, Uruguay, 1968.
- "Los caballos no ladran y si un caballo ladrase no nos enteraríamos porque los caballos no ladran". Julio Cortázar, "Ultimo Round", Ed. Siglo veintiuno. México, 1969
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Nota publicada en Patrañas del deseo 3º época, año 5 Nº 6. Septiembre de 2007. escrita por Cristian Bazzara/estudiante de Psicología U.B.A.

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